Toda la verdad para enaltecer
(de nuevo) después de la nieve.
Libres de belleza clásica,
un
toque
de
mente limpia,
que emociona tu pedacito
joven, real,
masculino.
Las palabras al viento
viernes, 6 de mayo de 2016
Fugaz
¿Existe algo más bello, quizás, que asomar la cabeza desde la ventanilla del colectivo y observar que miles, millones, un número infinito de estrellas en el cielo color noche son tu única compañía? Es en ese hermoso momento de la vida, del mundo su tiempo diario de rotación en que vuelvo a mí misma y me doy cuenta que puedo sentir la misma felicidad que la de alcanzar solo una de todas las que habitan en la nebulosa iluminada y tenerla en mis manos, como un pequeño diamante que espera dar luz hasta el final.
12 . 4 . 13
miércoles, 30 de marzo de 2016
Los adolescentes y la lectura
El siguiente es un texto argumentativo escrito por una alumna llamada Karen Micaela Morales, cuya elección de este tema me pareció muy interesante para observar la mirada de un adolescente hacia el hábito de lectura.
El pensamiento de esas personas es sorprendente, ya que algunos de nosotros si leemos y nos gusta.
La razón por la cual esas personas nos otorgan ese título no tiene explicación alguna, ya que si ellos no leían en su adolescencia, es inexplicable por qué nosotros no tenemos que ser juzgados por ellos, que tampoco leían, como una generación no lectora.
Hace un tiempo el periodista Guido Carelli Lynch publicó en el diario Clarín un texto llamado “Los chicos si leen: sostienen gran parte de la industria editorial”, en la cual menciono “los nuevos lectores tienen entre 13 y 25 años y participan de foros sobre sus libros favorito. Prefieren las sagas” eso quiere decir que quizás las personas que nos otorgaron el título de que no leemos tiene una gran posibilidad de no leer. Pero a ellos eso no les importa, solo les interesa degradar la imagen del adolescente. En el mismo texto Guido también menciona “ 'Los chicos no leen', dicen las madres, las abuelas y los periodistas de la tele preocupados por los adolescentes. Y en buena medida están en lo cierto. Pero, con cualquier generalización, también engañan. Y olvidan una parte importante: a los adolescentes y jóvenes que sostienen a una parte fundamental del mercado mundial del libro. También, en la Argentina, donde -en 2012- se vendieron un millón y medio de libros por un valor de 85 millones de pesos destinados a los jóvenes que tienen entre 12 y 17 años, según un revelamiento del Observatorio de la Industria Editorial de la consultora Promage.” Eso quiere decir que los segmentos de literatura juvenil están creciendo poco a poco.
También en “Una encuesta realizada a través de internet entre más de 14.400 adolescentes procedentes de España y América Latina revela que el 59% de los adolescentes lee entre una y cuatro horas diarias. El sondeo fue realizado por la compañía de entretenimiento interactivo “Habbo Hotel S.L” a través del portal para adolescentes www.habbo.es entre el 19 de septiembre y el 03 de octubre de 2006. El tamaño final de la muestra fue de 14.482 personas.
Lo cual quiere decir que muchos de nosotros dedicamos nuestro tiempo libre a leer algo que sea de nuestro interés y que no se dé como lectura adicional de un colegio. Eso demuestra el interés que tenemos en conocer nuevos escritores, periodistas o lo que fuese.
En algunos casos los adolescentes leemos en nuestros móviles, notebooks, tablets o en lo que fuese, pero donde leemos no importa lo importante es que leemos, para que nuestra imaginación vuele o simplemente para distraernos de nuestra rutina.
Por último ¿ahora será que las personas cambiaran el pensamiento sobre los adolescentes? O simplemente ¿seguiremos con el título de no leer?
Los adolescente leemos nos gusta estar con la adrenalina de querer saber cómo termina la historia y de imaginarnos a nosotros en una de esas situaciones de la vida.
lunes, 19 de mayo de 2014
De cómo tratar al otoño
Mañana de mayo en que despierto de un sueño que se dejó
disfrutar. Mañana en la que veo el reloj, y me sorprendo porque es la hora de
irme y sigo estando en tranquilidad. Pienso que si me apuro, los minutos
también correrán más ligero.
No desayuno, ni
siquiera asomo la cabeza en la cocina. La aguja se mueve como gastándome una
broma, un chiste de mal gusto.
Estoy afuera. El frío
del día me recibió con unas cachetadas.
Mientras camino no
pienso, no imagino, solamente quiero llegar.
Como si frotara una
lámpara, un genio inconsciente y surreal concede y cumple mi deseo. Al fin,
llego.
Cuando entro, la
realidad de “afuera” quedó allí. Ahora no se escucha ni el susurro del asfalto.
Ahora soy yo, y las paredes, y los libros.
“¿Por qué me cuesta
tanto elegir?” Será porque son, para mí, los escritores como pretendientes,
como seres que intentan enamorarme. Y esos múltiples amantes que quedan en la
memoria, se reflejan en los estantes de la biblioteca llena de libros.
Finalmente, me seduce
Cortázar y su “Perseguidor”. Lo tomo y, al mismo tiempo acepta que lo toque con
mis manos blancas y puras. Parece estar diciendo que no confíe demasiado en él,
pero mi intuición es más grande y más fuerte. Lo llevo.
Otra vez “afuera”, el
frío se ríe de nuevo. Ahora no está solo, sino que el viento parece
complotarse, en el mismo momento en que salgo de entre las palabras y los
personajes.
Siento que debo
enfrentarme a este “afuera”, no puedo siquiera dialogar, ni llegar a un
acuerdo. Es inútil.
El sol simplemente da
color a este miércoles, y se hace desear cuando la sombra es interminable. El
sol es protagonista en las esquinas, para quienes aprovechan a charlar
cálidamente.
Sigo caminando, y una
señora de cabellera dorada e indefinidas décadas, me recuerda la estación del
año en la que estoy, vistiendo un saco enorme de piel, que sólo deja asomar sus
pies cansados.
No quiero confrontar
con el día. Las hojas amarillas en la verada y la mujer que acabo de ver, me
invitan a vivir con este frío de otoño en forma de café con leche y chocolate.
Hemos llegado a un acuerdo.
Siento en el rostro
una leve sonrisa, estoy volviendo pero de otra manera.
De nuevo en casa,
invito a “El Perseguidor”, de Cortázar a poner el agua en la pava. En cuanto
ésta comience a silbar, nos dispondremos a tomar, juntos, nuestro apacible
café.
(15-05-13)
miércoles, 19 de marzo de 2014
El pullover
No pensé ni cómo iba a quedarme: si me quedaría lindo o
feo, o grande, o algo pequeño. Solamente sentía frío, por eso no dudé en
ponerme el pullover de lana marrón y naranja. Cuando me lo puse, conseguí el
abrigo que faltaba. Es cierto que era grande, holgado, pero lo había mirado con
simpatía desde el primer momento.
Luego de salir de casa, caminé
varias cuadras llevando conmigo el andar de siempre, cotidiano pero no ligero,
el caminar tranquilo y sereno, suspendido. La tarde fría había intentado que
diera la vuelta a casa, sin embargo la ignoraba. Hasta que no pude resistir
más, y terminó por contagiarme las ganas de volver.
Mi casa nunca fue un lugar muy cálido, si de temperaturas se trata, pero el hecho de estar dentro de un espacio amablemente cerrado siempre me dio una sensación de calor hogareño.
Me saqué el pullover dejándolo en una silla del comedor. Estaba dispuesta a tomar un té (si había de darle una imagen a las tardes de invierno, sería esa: la de un platito, con una gran taza blanca y un hilo que surge de su interior, el hilo que le da una vida, un nombre y un color distinto al agua caliente), pero una sola cosa me preocupaba en aquel momento: aparecía algo nuevo a la vista. La intuición, creo, es más rápida que mis manos blancas (manos que nunca me gustaron, y uñas que nunca quise reconocer como mías), por eso corrí nuevamente a la silla del pullover y saqué de él aquello que me incomodaba, que me generaba gran curiosidad. Allí estaba: una pequeña, pequeñísima pluma de color blanco. Mis expectativas eran más grandes en relación a lo que había encontrado. Saqué la pluma y la solté en el aire. De tan diminuta que era, desapareció al instante. La dejé caer sin siquiera detenerme a pensar por qué habría una pluma blanca en un pullover de lana naranja y marrón. Sin embargo, la tarde continuó de todas formas.
Al otro día cambié de ropa (porque, aunque esté limpia, no hay que mostrarla puesta dos días seguidos, decía mamá) y comencé la nueva mañana, la cual no retengo demasiado en la memoria, y debe ser porque no había ocurrido nada interesante: no hubo pullover, ni té, ni plumas blancas.
Ya había pasado casi una semana, y me levanté con ganas de volver a ponerme ese pullover (a veces hasta en los sueños pienso qué es lo que voy a hacer cuando aparezca otra vez en la realidad). Estaba guardado, limpio, porque sólo tenía un uso (mamá nunca me habría dicho nada malo al respecto), su color naranja parecía que se destacaba aún más de la oscuridad marrón. Cuando salí por la vereda cotidiana, ya estaba pensando que iba a tener un día interesante (y lo debe haber sido porque aún lo recuerdo con detalles). En mi camino crucé varias personas, conocidas y desconocidas, que miraban y por las dudas saludaban (debe ser por educación que lo hacen, si no me conocen allá ellos, la mañana se demora siempre en brindarme el buen humor). Una de ellas era conocida, era una compañera de estudio. Nos detuvimos a charlar por motivos interesantes que hacen casual este tipo de encuentros. Cuando le hablaba, observé que no me miraba a los ojos (no es que me moleste que no lo haga, pero me llamó la atención, ya que la caracteriza el hecho de fijar fuertemente la mirada en el otro), ahora me escuchaba pero observando mi pullover. Me preguntaba qué era lo que tanto miraba. Por lo tanto, no dejé de hablar y, disimuladamente, bajé la cabeza para revisar mi pullover. Y sí, ahora entendía que no era precisamente el pullover sino lo que sobresalía o intentaba salir de él: una pluma blanca.
Una vez más la imagen se repetía. Ya no era una sorpresa, sino que comenzaba a generarme inquietud. Sin querer parecer desesperada inventé una excusa, mirando el reloj, y le dije a mi compañera que llegaba tarde a una reunión.
Caminaba cabizbaja, para no perder de vista la plumita blanca, y decidí acelerar el paso para llegar a casa nuevamente. No pensaba en nada que pueda ser posible, no podía. Trataba de lograr una explicación lógica, pero mis teorías eran muy pobres. Simplemente decidí sentarme en una silla, tocar la pluma diminuta con mis dedos y sacarla lentamente. Esta vez, mis acciones fueron bondadosas, gracias a mi curiosidad, y retuve la pluma en mi mano por unos segundos. No habría pasado más de un minuto cuando descubrí el asomo de otra pluma entre el límite de lana naranja y marrón. Era otra, porque seguía sosteniendo la anterior con mis dos dedos. Mis hipótesis no lograban comprobarse, simplemente a causa de no entender el por qué de su existencia. No quise deshacerme de las pruebas, y busqué una cajita adecuada en las que pudiera conservarlas. En la cocina solían acumularse cajas y cajas de fósforos usados (yo creía locamente que si los guardaba volverían a renacer, como el Ave Fénix de sus cenizas), entonces tomé una de ellas, quité los doscientos veintidós fósforos negros de su interior y los ubiqué dentro de una bolsa transparente. Las plumas parecían estar cómodas en ese cubo acartonado. Poco a poco, fueron sumándose más y más de ellas, y la lana de mi pullover seguía teniendo el mismo aspecto. Y las plumas, cada vez más grises por el tizne que quedaba de los fósforos. Luego de aquel día, pasado un largo tiempo, había naturalizado la presencia de las plumas en el pullover, y la caja ya casi no podía cerrarse con facilidad.
Ahora agregaba una tarea más a las de todos los días, la de levantarme y sacar a ventilar el pullover, aunque no pretendiera ponérmelo, esperar a que las plumitas se asomaran y sacarlas una-por-una para guardarlas en la cajita. Para que no se estropearan, cada tanto abría el pequeño cofre de cartón y trataba, con mucho cuidado, de limpiarlas con un pañuelo de seda color bordó. Estaba tomándoles bastante afecto a estas livianas “criaturas”, me preocupaba por ellas la mayor parte del día, aunque tuviera otros compromisos. Mi mente estaba con ellas, y eran mi gran secreto. Aún no sabía por qué aparecían a diario, pero eso ya no me importaba, quería saber qué era lo que venía después. Estaba metida en esta especie de juego que yo había inventado, y que ellas habían aceptado. Ese día, a fines del mes de julio, llegué a casa más tarde de lo habitual. Las energías en las piernas y en los brazos estaban casi agotadas. Sin embargo antes de preparar una cena rápida, me dirigí al estante en el que había ubicado la cajita. Froté las dos manos para calentarlas antes de sostener a mis preciadas y suaves compañeras. En forma de ritual, tomé el pañuelo para limpiarlas. Enseguida la textura parecía haberse transformado, pero mi cansancio era tal que le resté importancia. Terminé con su limpieza habitual y cerré la caja.
Antes de acostarme, por inercia y obsesión casi maternal, fui a ver cómo estaban las plumas. Acerqué sólo con las yemas, los dedos de una mano. Allí fue donde olvidé mi cansancio por completo. Fue el momento en que no sabía si lo que pasaba era parte de lo real o si ya estaba dentro del sueño nocturno. No, aquello estaba sucediendo. La respuesta a una casi imposible hipótesis estaba allí, debajo de mis dedos. Lo que había sentido gracias al tacto, era algo similar, algo idéntico al latido de un pequeño corazón. Así estuvo durante varias horas de la noche. Aquel montón de plumas latía con fuerza. Y, a pesar de aún no poder creer lo que estaba presenciando, corría dentro de mí una constante alegría. Aquellas horas que hoy mantengo en la memoria estaban acompañadas por la oscuridad de la noche, aquel rincón junto al estante, mi montoncito liviano y blanco entre mis brazos. Esperaba deseosa lo que aquello estaba anunciando. Y a continuación, el movimiento que llenó y acarició por completo mi alma. Se asomaban dos ojos que tímidamente tardaron en abrirse. Un pequeñísimo pico que buscaba emitir algún sonido. Dos alas que comenzaban a sacudirse para dar cuenta de la vida que surgía de aquella suave blancura.
El resultado había sido ese: una paloma resurgió de entre sus plumas. Era sólo una simple cajita de fósforos. Entendía por fin que era cuestión de creer y esperar a que algo improbable se aparezca en la vereda de un día normal. Y que de lo contrario, podría haber ignorado la vida frente a mis ojos.
Mi casa nunca fue un lugar muy cálido, si de temperaturas se trata, pero el hecho de estar dentro de un espacio amablemente cerrado siempre me dio una sensación de calor hogareño.
Me saqué el pullover dejándolo en una silla del comedor. Estaba dispuesta a tomar un té (si había de darle una imagen a las tardes de invierno, sería esa: la de un platito, con una gran taza blanca y un hilo que surge de su interior, el hilo que le da una vida, un nombre y un color distinto al agua caliente), pero una sola cosa me preocupaba en aquel momento: aparecía algo nuevo a la vista. La intuición, creo, es más rápida que mis manos blancas (manos que nunca me gustaron, y uñas que nunca quise reconocer como mías), por eso corrí nuevamente a la silla del pullover y saqué de él aquello que me incomodaba, que me generaba gran curiosidad. Allí estaba: una pequeña, pequeñísima pluma de color blanco. Mis expectativas eran más grandes en relación a lo que había encontrado. Saqué la pluma y la solté en el aire. De tan diminuta que era, desapareció al instante. La dejé caer sin siquiera detenerme a pensar por qué habría una pluma blanca en un pullover de lana naranja y marrón. Sin embargo, la tarde continuó de todas formas.
Al otro día cambié de ropa (porque, aunque esté limpia, no hay que mostrarla puesta dos días seguidos, decía mamá) y comencé la nueva mañana, la cual no retengo demasiado en la memoria, y debe ser porque no había ocurrido nada interesante: no hubo pullover, ni té, ni plumas blancas.
Ya había pasado casi una semana, y me levanté con ganas de volver a ponerme ese pullover (a veces hasta en los sueños pienso qué es lo que voy a hacer cuando aparezca otra vez en la realidad). Estaba guardado, limpio, porque sólo tenía un uso (mamá nunca me habría dicho nada malo al respecto), su color naranja parecía que se destacaba aún más de la oscuridad marrón. Cuando salí por la vereda cotidiana, ya estaba pensando que iba a tener un día interesante (y lo debe haber sido porque aún lo recuerdo con detalles). En mi camino crucé varias personas, conocidas y desconocidas, que miraban y por las dudas saludaban (debe ser por educación que lo hacen, si no me conocen allá ellos, la mañana se demora siempre en brindarme el buen humor). Una de ellas era conocida, era una compañera de estudio. Nos detuvimos a charlar por motivos interesantes que hacen casual este tipo de encuentros. Cuando le hablaba, observé que no me miraba a los ojos (no es que me moleste que no lo haga, pero me llamó la atención, ya que la caracteriza el hecho de fijar fuertemente la mirada en el otro), ahora me escuchaba pero observando mi pullover. Me preguntaba qué era lo que tanto miraba. Por lo tanto, no dejé de hablar y, disimuladamente, bajé la cabeza para revisar mi pullover. Y sí, ahora entendía que no era precisamente el pullover sino lo que sobresalía o intentaba salir de él: una pluma blanca.
Una vez más la imagen se repetía. Ya no era una sorpresa, sino que comenzaba a generarme inquietud. Sin querer parecer desesperada inventé una excusa, mirando el reloj, y le dije a mi compañera que llegaba tarde a una reunión.
Caminaba cabizbaja, para no perder de vista la plumita blanca, y decidí acelerar el paso para llegar a casa nuevamente. No pensaba en nada que pueda ser posible, no podía. Trataba de lograr una explicación lógica, pero mis teorías eran muy pobres. Simplemente decidí sentarme en una silla, tocar la pluma diminuta con mis dedos y sacarla lentamente. Esta vez, mis acciones fueron bondadosas, gracias a mi curiosidad, y retuve la pluma en mi mano por unos segundos. No habría pasado más de un minuto cuando descubrí el asomo de otra pluma entre el límite de lana naranja y marrón. Era otra, porque seguía sosteniendo la anterior con mis dos dedos. Mis hipótesis no lograban comprobarse, simplemente a causa de no entender el por qué de su existencia. No quise deshacerme de las pruebas, y busqué una cajita adecuada en las que pudiera conservarlas. En la cocina solían acumularse cajas y cajas de fósforos usados (yo creía locamente que si los guardaba volverían a renacer, como el Ave Fénix de sus cenizas), entonces tomé una de ellas, quité los doscientos veintidós fósforos negros de su interior y los ubiqué dentro de una bolsa transparente. Las plumas parecían estar cómodas en ese cubo acartonado. Poco a poco, fueron sumándose más y más de ellas, y la lana de mi pullover seguía teniendo el mismo aspecto. Y las plumas, cada vez más grises por el tizne que quedaba de los fósforos. Luego de aquel día, pasado un largo tiempo, había naturalizado la presencia de las plumas en el pullover, y la caja ya casi no podía cerrarse con facilidad.
Ahora agregaba una tarea más a las de todos los días, la de levantarme y sacar a ventilar el pullover, aunque no pretendiera ponérmelo, esperar a que las plumitas se asomaran y sacarlas una-por-una para guardarlas en la cajita. Para que no se estropearan, cada tanto abría el pequeño cofre de cartón y trataba, con mucho cuidado, de limpiarlas con un pañuelo de seda color bordó. Estaba tomándoles bastante afecto a estas livianas “criaturas”, me preocupaba por ellas la mayor parte del día, aunque tuviera otros compromisos. Mi mente estaba con ellas, y eran mi gran secreto. Aún no sabía por qué aparecían a diario, pero eso ya no me importaba, quería saber qué era lo que venía después. Estaba metida en esta especie de juego que yo había inventado, y que ellas habían aceptado. Ese día, a fines del mes de julio, llegué a casa más tarde de lo habitual. Las energías en las piernas y en los brazos estaban casi agotadas. Sin embargo antes de preparar una cena rápida, me dirigí al estante en el que había ubicado la cajita. Froté las dos manos para calentarlas antes de sostener a mis preciadas y suaves compañeras. En forma de ritual, tomé el pañuelo para limpiarlas. Enseguida la textura parecía haberse transformado, pero mi cansancio era tal que le resté importancia. Terminé con su limpieza habitual y cerré la caja.
Antes de acostarme, por inercia y obsesión casi maternal, fui a ver cómo estaban las plumas. Acerqué sólo con las yemas, los dedos de una mano. Allí fue donde olvidé mi cansancio por completo. Fue el momento en que no sabía si lo que pasaba era parte de lo real o si ya estaba dentro del sueño nocturno. No, aquello estaba sucediendo. La respuesta a una casi imposible hipótesis estaba allí, debajo de mis dedos. Lo que había sentido gracias al tacto, era algo similar, algo idéntico al latido de un pequeño corazón. Así estuvo durante varias horas de la noche. Aquel montón de plumas latía con fuerza. Y, a pesar de aún no poder creer lo que estaba presenciando, corría dentro de mí una constante alegría. Aquellas horas que hoy mantengo en la memoria estaban acompañadas por la oscuridad de la noche, aquel rincón junto al estante, mi montoncito liviano y blanco entre mis brazos. Esperaba deseosa lo que aquello estaba anunciando. Y a continuación, el movimiento que llenó y acarició por completo mi alma. Se asomaban dos ojos que tímidamente tardaron en abrirse. Un pequeñísimo pico que buscaba emitir algún sonido. Dos alas que comenzaban a sacudirse para dar cuenta de la vida que surgía de aquella suave blancura.
El resultado había sido ese: una paloma resurgió de entre sus plumas. Era sólo una simple cajita de fósforos. Entendía por fin que era cuestión de creer y esperar a que algo improbable se aparezca en la vereda de un día normal. Y que de lo contrario, podría haber ignorado la vida frente a mis ojos.
(3-07-13)
martes, 18 de marzo de 2014
Octavas de encuentro
Sujeto
entero, recto y prolijo,
no lleva más
que colores neutros.
Tan tímido,
tan callado.
Inhibe, por
su mirada profunda,
a quien lo
roza y observa.
Continúa
siempre allí,
parece que
espera.
Me siento a
su lado, lo miro,
lo
contemplo.
Y, sin
querer, lo toco.
Comienzo a
escucharlo,
tiene ganas
de cantar.
Acompaña el
movimiento de mis manos que,
ansiosas, se
desprenden del presente,
se mueven
gracias al recuerdo.
Momento que
sólo dura unos minutos,
que cambia
sus colores antes neutros,
por otros
diferentes según su canción.
Quiero que
sea machista, que
maneje cada
uno de mis movimientos,
que me
domine y me haga llorar.
Que sólo me
haga feliz al terminar,
al concluir,
al acabar.
Me paro, me
deja, se queda,
me voy.
El piano no
reclama atención,
Depende de
mí, dependo de él.
Se hace
desear, se hace querer.
(1/5/13)
XVII
Pareciera que a partir de
abril, desde su alma,
la alondra cantó.
abril, desde su alma,
la alondra cantó.
Que ese aire sonoro respiramos y,
como astas de enormes remolinos,
sus dedos nos dejaron
una sublime caricia.
Nos vimos entre farolas e
corriendo como rebeldes, como cautivos,
tomando caminos ingenuos.
En lo hondo del suburbio más real,
por momentos despeinada, que
abusaba de colores.
Colores que se recogen de
incendios, en los días y
las siemprenoches.(14/6/12)
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