Con la llegada de la tarde, mi alma notaba un frío estremecedor. Siempre quiso salir de mí, ahora estaba quieta, no había forma de que la rebeldía se apiadara de ella.
Siguió a mi lado, mientras caminaba por las
antiguas veredas de un confuso color amarillo y cruzaba sobre los contados
adoquines de la ciudad, pequeña pero muy transitada.
De pronto comencé a sentir una tibia libertad, que pedía algo de
atención, pero mi alma la rechazaba y era fácil darme cuenta.
Cuando ya empezaba a
irritarme esta sensación de coartada libertad, me di cuenta que no sólo era el
alma, sino mi cabeza la que impedía que fuera libre, que tomara decisiones
propias, que corriera en compañía de una suave brisa interminable o que
caminara pisando graciosamente las hojas que el otoño dejó tras de sí.
Decidí
meditar un momento, dejar que mi cuerpo pare de seguir aquellas líneas que aún podían divisarse en algunas baldosas.
Me detuve a pensar, a observar, a descubrir las pequeñas cosas que siempre
existieron pero que para mí parecían nuevas. Escuché el silencio sobre el
ensordecedor ruido de la urbe. No podía dejar de mirar, todo era maravilloso.
El viento, que hacía bailar las copas de los árboles; el sol, que dejaba aún
más blancos los frentes de las viejas casas; encontré las sombras que seguían a
las personas. Sentí el aroma de los jazmines en las plazas y las nubes
dibujaron para mí un circo de formas en el cielo.
Era innumerable la cantidad
de bellezas que la naturaleza me regalaba. Cosas que no tenían precio, ya que
el valor se lo daba el que percibía, el que destacaba ese tesoro.
Quedé
meditando sólo unos minutos, sin embargo parecía haberme quedado años así.
Cuando dejé de hacerlo, cuando volví a mí, a la fabricada realidad, sentí un
profundo rechazo, una ira incontenible; que dibujaba en la gente caras de
asombro y espanto. En ese momento tuve cierta vergüenza, pero comenzaba a
juntar fuerzas y felicidad por dejar de ser igual a esa masa de personas que
caminaban hacia un mismo lado sin apreciar su alrededor, que comían de la
hipocresía y la mentira.
Ya
no pertenecía a ese mundo, ahora mi mundo era mi ser, mi imaginación, lo que
hacía y decía no provenía de aquel horrible lugar. Las maravillas de la vida
las encontré en mí. De no haber sido por la natural belleza que ese día
descubrí, jamás habría encontrado la verdadera felicidad. Pero seguía estando,
forzadamente, en medio del mismo desastre material, vulgar e ignorante en el
que había empezado.
Todo
pasó muy rápido, las ganas de dormir aparecieron sin previo aviso y, al
despertar, me encontré con personas diferentes a las de afuera, personas
inteligentes, pensantes, cabezas llenas de sana imaginación. Nunca antes había
encontrado almas tan libres. Pero sólo almas libres, ahora nuestros cuerpos ya
no salen de allí. Cuatro paredes y una pequeña ventana por la que entra un
pobre rayo de sol.
Allí
los días se hacen eternos, vivimos gracias a la imaginación, ese alma tan lleno
de vida, tan valioso, que es lo que no nos han podido quitar. Sin embargo, sigo
soñando con salir y crear un nuevo mundo para personas como yo. Porque mi vida
sólo se termina cuando el sol ya no entre por la ventana.
Paula Marconato (09-12-10)