martes, 2 de octubre de 2012

Crónica de un ser distinto


Con la llegada de la tarde, mi alma notaba un frío estremecedor. Siempre quiso salir de mí, ahora estaba quieta, no había forma de que la rebeldía se apiadara de ella.

 Siguió a mi lado, mientras caminaba por las antiguas veredas de un confuso color amarillo y cruzaba sobre los contados adoquines de la ciudad, pequeña pero muy transitada.
De pronto comencé a sentir una tibia libertad, que pedía algo de atención, pero mi alma la rechazaba y era fácil darme cuenta.
 Cuando ya empezaba a irritarme esta sensación de coartada libertad, me di cuenta que no sólo era el alma, sino mi cabeza la que impedía que fuera libre, que tomara decisiones propias, que corriera en compañía de una suave brisa interminable o que caminara pisando graciosamente las hojas que el otoño dejó tras de sí.
            Decidí meditar un momento, dejar que mi cuerpo pare de seguir aquellas líneas  que aún podían divisarse en algunas baldosas. Me detuve a pensar, a observar, a descubrir las pequeñas cosas que siempre existieron pero que para mí parecían nuevas. Escuché el silencio sobre el ensordecedor ruido de la urbe. No podía dejar de mirar, todo era maravilloso. El viento, que hacía bailar las copas de los árboles; el sol, que dejaba aún más blancos los frentes de las viejas casas; encontré las sombras que seguían a las personas. Sentí el aroma de los jazmines en las plazas y las nubes dibujaron para mí un circo de formas en el cielo.
 Era innumerable la cantidad de bellezas que la naturaleza me regalaba. Cosas que no tenían precio, ya que el valor se lo daba el que percibía, el que destacaba ese tesoro.
            Quedé meditando sólo unos minutos, sin embargo parecía haberme quedado años así. Cuando dejé de hacerlo, cuando volví a mí, a la fabricada realidad, sentí un profundo rechazo, una ira incontenible; que dibujaba en la gente caras de asombro y espanto. En ese momento tuve cierta vergüenza, pero comenzaba a juntar fuerzas y felicidad por dejar de ser igual a esa masa de personas que caminaban hacia un mismo lado sin apreciar su alrededor, que comían de la hipocresía y la mentira.
            Ya no pertenecía a ese mundo, ahora mi mundo era mi ser, mi imaginación, lo que hacía y decía no provenía de aquel horrible lugar. Las maravillas de la vida las encontré en mí. De no haber sido por la natural belleza que ese día descubrí, jamás habría encontrado la verdadera felicidad. Pero seguía estando, forzadamente, en medio del mismo desastre material, vulgar e ignorante en el que había empezado.
            Todo pasó muy rápido, las ganas de dormir aparecieron sin previo aviso y, al despertar, me encontré con personas diferentes a las de afuera, personas inteligentes, pensantes, cabezas llenas de sana imaginación. Nunca antes había encontrado almas tan libres. Pero sólo almas libres, ahora nuestros cuerpos ya no salen de allí. Cuatro paredes y una pequeña ventana por la que entra un pobre rayo de sol.
            Allí los días se hacen eternos, vivimos gracias a la imaginación, ese alma tan lleno de vida, tan valioso, que es lo que no nos han podido quitar. Sin embargo, sigo soñando con salir y crear un nuevo mundo para personas como yo. Porque mi vida sólo se termina cuando el sol ya no entre por la ventana.

 Paula Marconato (09-12-10)