No pensé ni cómo iba a quedarme: si me quedaría lindo o
feo, o grande, o algo pequeño. Solamente sentía frío, por eso no dudé en
ponerme el pullover de lana marrón y naranja. Cuando me lo puse, conseguí el
abrigo que faltaba. Es cierto que era grande, holgado, pero lo había mirado con
simpatía desde el primer momento.
Luego de salir de casa, caminé
varias cuadras llevando conmigo el andar de siempre, cotidiano pero no ligero,
el caminar tranquilo y sereno, suspendido. La tarde fría había intentado que
diera la vuelta a casa, sin embargo la ignoraba. Hasta que no pude resistir
más, y terminó por contagiarme las ganas de volver.
Mi casa nunca fue un lugar muy
cálido, si de temperaturas se trata, pero el hecho de estar dentro de un
espacio amablemente cerrado siempre me dio una sensación de calor hogareño.
Me saqué el pullover dejándolo
en una silla del comedor. Estaba dispuesta a tomar un té (si había de darle una
imagen a las tardes de invierno, sería esa: la de un platito, con una gran taza
blanca y un hilo que surge de su interior, el hilo que le da una vida, un
nombre y un color distinto al agua caliente), pero una sola cosa me preocupaba
en aquel momento: aparecía algo nuevo a la vista. La intuición, creo, es más
rápida que mis manos blancas (manos que nunca me gustaron, y uñas que nunca
quise reconocer como mías), por eso corrí nuevamente a la silla del pullover y
saqué de él aquello que me incomodaba, que me generaba gran curiosidad. Allí
estaba: una pequeña, pequeñísima pluma de color blanco. Mis expectativas eran
más grandes en relación a lo que había encontrado. Saqué la pluma y la solté en
el aire. De tan diminuta que era, desapareció al instante. La dejé caer sin
siquiera detenerme a pensar por qué habría una pluma blanca en un pullover de
lana naranja y marrón. Sin embargo, la tarde continuó de todas formas.
Al otro día cambié de ropa
(porque, aunque esté limpia, no hay que mostrarla puesta dos días seguidos,
decía mamá) y comencé la nueva mañana, la cual no retengo demasiado en la
memoria, y debe ser porque no había ocurrido nada interesante: no hubo pullover,
ni té, ni plumas blancas.
Ya había pasado casi una
semana, y me levanté con ganas de volver a ponerme ese pullover (a veces hasta
en los sueños pienso qué es lo que voy a hacer cuando aparezca otra vez en la
realidad). Estaba guardado, limpio, porque sólo tenía un uso (mamá nunca me
habría dicho nada malo al respecto), su color naranja parecía que se destacaba
aún más de la oscuridad marrón. Cuando salí por la vereda cotidiana, ya estaba
pensando que iba a tener un día interesante (y lo debe haber sido porque aún lo
recuerdo con detalles). En mi camino crucé varias personas, conocidas y
desconocidas, que miraban y por las dudas saludaban (debe ser por educación que
lo hacen, si no me conocen allá ellos, la mañana se demora siempre en brindarme
el buen humor). Una de ellas era conocida, era una compañera de estudio. Nos
detuvimos a charlar por motivos interesantes que hacen casual este tipo de
encuentros. Cuando le hablaba, observé que no me miraba a los ojos (no es que
me moleste que no lo haga, pero me llamó la atención, ya que la caracteriza el
hecho de fijar fuertemente la mirada en el otro), ahora me escuchaba pero
observando mi pullover. Me preguntaba qué era lo que tanto miraba. Por lo
tanto, no dejé de hablar y, disimuladamente, bajé la cabeza para revisar mi
pullover. Y sí, ahora entendía que no era precisamente el pullover sino lo que
sobresalía o intentaba salir de él: una pluma blanca.
Una vez más la imagen se
repetía. Ya no era una sorpresa, sino que comenzaba a generarme inquietud. Sin
querer parecer desesperada inventé una excusa, mirando el reloj, y le dije a mi
compañera que llegaba tarde a una reunión.
Caminaba cabizbaja, para no
perder de vista la plumita blanca, y decidí acelerar el paso para llegar a casa
nuevamente. No pensaba en nada que pueda ser posible, no podía. Trataba de
lograr una explicación lógica, pero mis teorías eran muy pobres. Simplemente
decidí sentarme en una silla, tocar la pluma diminuta con mis dedos y sacarla
lentamente. Esta vez, mis acciones fueron bondadosas, gracias a mi curiosidad,
y retuve la pluma en mi mano por unos segundos. No habría pasado más de un
minuto cuando descubrí el asomo de otra pluma entre el límite de lana naranja y
marrón. Era otra, porque seguía sosteniendo la anterior con mis dos dedos. Mis
hipótesis no lograban comprobarse, simplemente a causa de no entender el por
qué de su existencia. No quise deshacerme de las pruebas, y busqué una cajita
adecuada en las que pudiera conservarlas. En la cocina solían acumularse cajas
y cajas de fósforos usados (yo creía locamente que si los guardaba volverían a
renacer, como el Ave Fénix de sus cenizas), entonces tomé una de ellas, quité
los doscientos veintidós fósforos negros de su interior y los ubiqué dentro de
una bolsa transparente. Las plumas parecían estar cómodas en ese cubo
acartonado. Poco a poco, fueron sumándose más y más de ellas, y la lana de mi pullover
seguía teniendo el mismo aspecto. Y las plumas, cada vez más grises por el
tizne que quedaba de los fósforos. Luego de aquel día, pasado un largo tiempo, había
naturalizado la presencia de las plumas en el pullover, y la caja ya casi no
podía cerrarse con facilidad.
Ahora agregaba una tarea más a
las de todos los días, la de levantarme y sacar a ventilar el pullover, aunque
no pretendiera ponérmelo, esperar a que las plumitas se asomaran y sacarlas
una-por-una para guardarlas en la cajita. Para que no se estropearan, cada
tanto abría el pequeño cofre de cartón y trataba, con mucho cuidado, de
limpiarlas con un pañuelo de seda color bordó. Estaba tomándoles bastante
afecto a estas livianas “criaturas”, me preocupaba por ellas la mayor parte del
día, aunque tuviera otros compromisos. Mi mente estaba con ellas, y eran mi
gran secreto. Aún no sabía por qué aparecían a diario, pero eso ya no me
importaba, quería saber qué era lo que
venía después. Estaba metida en esta especie de juego que yo había inventado, y
que ellas habían aceptado. Ese día, a
fines del mes de julio, llegué a casa más tarde de lo habitual. Las energías en
las piernas y en los brazos estaban casi agotadas. Sin embargo antes de
preparar una cena rápida, me dirigí al estante en el que había ubicado la
cajita. Froté las dos manos para calentarlas antes de sostener a mis preciadas y
suaves compañeras. En forma de ritual, tomé el pañuelo para limpiarlas.
Enseguida la textura parecía haberse transformado, pero mi cansancio era tal
que le resté importancia. Terminé con su limpieza habitual y cerré la caja.
Antes de acostarme, por
inercia y obsesión casi maternal, fui a ver cómo estaban las plumas. Acerqué
sólo con las yemas, los dedos de una mano. Allí fue donde olvidé mi cansancio
por completo. Fue el momento en que no sabía si lo que pasaba era parte de lo
real o si ya estaba dentro del sueño nocturno. No, aquello estaba sucediendo.
La respuesta a una casi imposible hipótesis estaba allí, debajo de mis dedos.
Lo que había sentido gracias al tacto, era algo similar, algo idéntico al
latido de un pequeño corazón. Así estuvo durante varias horas de la noche.
Aquel montón de plumas latía con fuerza. Y, a pesar de aún no poder creer lo
que estaba presenciando, corría dentro de mí una constante alegría. Aquellas
horas que hoy mantengo en la memoria estaban acompañadas por la oscuridad de la
noche, aquel rincón junto al estante, mi montoncito liviano y blanco entre mis
brazos. Esperaba deseosa lo que aquello estaba anunciando. Y a continuación, el
movimiento que llenó y acarició por completo mi alma. Se asomaban dos ojos que
tímidamente tardaron en abrirse. Un pequeñísimo pico que buscaba emitir algún
sonido. Dos alas que comenzaban a sacudirse para dar cuenta de la vida que
surgía de aquella suave blancura.
El resultado había sido ese:
una paloma resurgió de entre sus plumas. Era sólo una simple cajita de
fósforos. Entendía por fin que era cuestión de creer y esperar a que algo
improbable se aparezca en la vereda de un día normal. Y que de lo contrario,
podría haber ignorado la vida frente a mis ojos.
(3-07-13)