miércoles, 19 de marzo de 2014

El pullover


     No pensé ni cómo iba a quedarme: si me quedaría lindo o feo, o grande, o algo pequeño. Solamente sentía frío, por eso no dudé en ponerme el pullover de lana marrón y naranja. Cuando me lo puse, conseguí el abrigo que faltaba. Es cierto que era grande, holgado, pero lo había mirado con simpatía desde el primer momento.            
            Luego de salir de casa, caminé varias cuadras llevando conmigo el andar de siempre, cotidiano pero no ligero, el caminar tranquilo y sereno, suspendido. La tarde fría había intentado que diera la vuelta a casa, sin embargo la ignoraba. Hasta que no pude resistir más, y terminó por contagiarme las ganas de volver.           
            Mi casa nunca fue un lugar muy cálido, si de temperaturas se trata, pero el hecho de estar dentro de un espacio amablemente cerrado siempre me dio una sensación de calor hogareño.   
            Me saqué el pullover dejándolo en una silla del comedor. Estaba dispuesta a tomar un té (si había de darle una imagen a las tardes de invierno, sería esa: la de un platito, con una gran taza blanca y un hilo que surge de su interior, el hilo que le da una vida, un nombre y un color distinto al agua caliente), pero una sola cosa me preocupaba en aquel momento: aparecía algo nuevo a la vista. La intuición, creo, es más rápida que mis manos blancas (manos que nunca me gustaron, y uñas que nunca quise reconocer como mías), por eso corrí nuevamente a la silla del pullover y saqué de él aquello que me incomodaba, que me generaba gran curiosidad. Allí estaba: una pequeña, pequeñísima pluma de color blanco. Mis expectativas eran más grandes en relación a lo que había encontrado. Saqué la pluma y la solté en el aire. De tan diminuta que era, desapareció al instante. La dejé caer sin siquiera detenerme a pensar por qué habría una pluma blanca en un pullover de lana naranja y marrón. Sin embargo, la tarde continuó de todas formas.            
            Al otro día cambié de ropa (porque, aunque esté limpia, no hay que mostrarla puesta dos días seguidos, decía mamá) y comencé la nueva mañana, la cual no retengo demasiado en la memoria, y debe ser porque no había ocurrido nada interesante: no hubo pullover, ni té, ni plumas blancas.       
            Ya había pasado casi una semana, y me levanté con ganas de volver a ponerme ese pullover (a veces hasta en los sueños pienso qué es lo que voy a hacer cuando aparezca otra vez en la realidad). Estaba guardado, limpio, porque sólo tenía un uso (mamá nunca me habría dicho nada malo al respecto), su color naranja parecía que se destacaba aún más de la oscuridad marrón. Cuando salí por la vereda cotidiana, ya estaba pensando que iba a tener un día interesante (y lo debe haber sido porque aún lo recuerdo con detalles). En mi camino crucé varias personas, conocidas y desconocidas, que miraban y por las dudas saludaban (debe ser por educación que lo hacen, si no me conocen allá ellos, la mañana se demora siempre en brindarme el buen humor). Una de ellas era conocida, era una compañera de estudio. Nos detuvimos a charlar por motivos interesantes que hacen casual este tipo de encuentros. Cuando le hablaba, observé que no me miraba a los ojos (no es que me moleste que no lo haga, pero me llamó la atención, ya que la caracteriza el hecho de fijar fuertemente la mirada en el otro), ahora me escuchaba pero observando mi pullover. Me preguntaba qué era lo que tanto miraba. Por lo tanto, no dejé de hablar y, disimuladamente, bajé la cabeza para revisar mi pullover. Y sí, ahora entendía que no era precisamente el pullover sino lo que sobresalía o intentaba salir de él: una pluma blanca.     
            Una vez más la imagen se repetía. Ya no era una sorpresa, sino que comenzaba a generarme inquietud. Sin querer parecer desesperada inventé una excusa, mirando el reloj, y le dije a mi compañera que llegaba tarde a una reunión.          
            Caminaba cabizbaja, para no perder de vista la plumita blanca, y decidí acelerar el paso para llegar a casa nuevamente. No pensaba en nada que pueda ser posible, no podía. Trataba de lograr una explicación lógica, pero mis teorías eran muy pobres. Simplemente decidí sentarme en una silla, tocar la pluma diminuta con mis dedos y sacarla lentamente. Esta vez, mis acciones fueron bondadosas, gracias a mi curiosidad, y retuve la pluma en mi mano por unos segundos. No habría pasado más de un minuto cuando descubrí el asomo de otra pluma entre el límite de lana naranja y marrón. Era otra, porque seguía sosteniendo la anterior con mis dos dedos. Mis hipótesis no lograban comprobarse, simplemente a causa de no entender el por qué de su existencia. No quise deshacerme de las pruebas, y busqué una cajita adecuada en las que pudiera conservarlas. En la cocina solían acumularse cajas y cajas de fósforos usados (yo creía locamente que si los guardaba volverían a renacer, como el Ave Fénix de sus cenizas), entonces tomé una de ellas, quité los doscientos veintidós fósforos negros de su interior y los ubiqué dentro de una bolsa transparente. Las plumas parecían estar cómodas en ese cubo acartonado. Poco a poco, fueron sumándose más y más de ellas, y la lana de mi pullover seguía teniendo el mismo aspecto. Y las plumas, cada vez más grises por el tizne que quedaba de los fósforos.                                                                    Luego de aquel día, pasado un largo tiempo, había naturalizado la presencia de las plumas en el pullover, y la caja ya casi no podía cerrarse con facilidad.    
            Ahora agregaba una tarea más a las de todos los días, la de levantarme y sacar a ventilar el pullover, aunque no pretendiera ponérmelo, esperar a que las plumitas se asomaran y sacarlas una-por-una para guardarlas en la cajita. Para que no se estropearan, cada tanto abría el pequeño cofre de cartón y trataba, con mucho cuidado, de limpiarlas con un pañuelo de seda color bordó. Estaba tomándoles bastante afecto a estas livianas “criaturas”, me preocupaba por ellas la mayor parte del día, aunque tuviera otros compromisos. Mi mente estaba con ellas, y eran mi gran secreto. Aún no sabía por qué aparecían a diario, pero eso ya no me importaba, quería saber  qué era lo que venía después. Estaba metida en esta especie de juego que yo había inventado, y que ellas habían aceptado.      Ese día, a fines del mes de julio, llegué a casa más tarde de lo habitual. Las energías en las piernas y en los brazos estaban casi agotadas. Sin embargo antes de preparar una cena rápida, me dirigí al estante en el que había ubicado la cajita. Froté las dos manos para calentarlas antes de sostener a mis preciadas y suaves compañeras. En forma de ritual, tomé el pañuelo para limpiarlas. Enseguida la textura parecía haberse transformado, pero mi cansancio era tal que le resté importancia. Terminé con su limpieza habitual y cerré la caja.     
            Antes de acostarme, por inercia y obsesión casi maternal, fui a ver cómo estaban las plumas. Acerqué sólo con las yemas, los dedos de una mano. Allí fue donde olvidé mi cansancio por completo. Fue el momento en que no sabía si lo que pasaba era parte de lo real o si ya estaba dentro del sueño nocturno. No, aquello estaba sucediendo. La respuesta a una casi imposible hipótesis estaba allí, debajo de mis dedos. Lo que había sentido gracias al tacto, era algo similar, algo idéntico al latido de un pequeño corazón. Así estuvo durante varias horas de la noche. Aquel montón de plumas latía con fuerza. Y, a pesar de aún no poder creer lo que estaba presenciando, corría dentro de mí una constante alegría. Aquellas horas que hoy mantengo en la memoria estaban acompañadas por la oscuridad de la noche, aquel rincón junto al estante, mi montoncito liviano y blanco entre mis brazos. Esperaba deseosa lo que aquello estaba anunciando. Y a continuación, el movimiento que llenó y acarició por completo mi alma. Se asomaban dos ojos que tímidamente tardaron en abrirse. Un pequeñísimo pico que buscaba emitir algún sonido. Dos alas que comenzaban a sacudirse para dar cuenta de la vida que surgía de aquella suave blancura.
            El resultado había sido ese: una paloma resurgió de entre sus plumas. Era sólo una simple cajita de fósforos. Entendía por fin que era cuestión de creer y esperar a que algo improbable se aparezca en la vereda de un día normal. Y que de lo contrario, podría haber ignorado la vida frente a mis ojos.


(3-07-13)

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